8/17/2006

VIGILIA


No tengo estas ojeras porque me gusten; tú bien sabes que las manchas bajo mis ojos me deprimen, y el tono pálido de mujer descompuesta me resulta patético. Pero no puedo hacer nada; hace dos semanas que, apenas cierro los ojos, mi mente comienza a pasarme malas jugadas. Así, noche tras noche; primero los parpados pesados nublan mi visión y luego la imagen de Alberto, mi Alberto, ese hombre soñador que amo por sobre todas las cosas, se me presenta sigiloso abandonando la cama. A continuación, lo sigo cuidadosa, sin hacer ningún ruido.

Alberto baja las escaleras, con sus pies descalzos y sus vellos que se levantan por el frío que se cuela entre las ventanas semiabiertas de la sala. Yo sigo a mi hombre con la mirada, quien a momentos detiene su andar y mira hacia atrás con suma precaución. El viejo librero del pasillo me salva de ser sorprendida, Alberto sigue caminando, ahora sus pasos más bien son trotes, se escurre por la puerta de la cocina y yo respiro aliviada pensando que irá por algo de comer. Pero mi curiosidad crece al tiempo que pasan los minutos y la razón de mi existencia no regresa junto a mí a la cama. Me armo de valor y camino hasta la cocina, no veo a Alberto en ningún lugar, pero reparo en algo nuevo: una puerta extraña, blanca, con un vidrio sucio que nunca antes había visto y de la que estoy segura no existe.

Con pánico abro la puerta y sorprendo a mi Alberto encaramado sobre una rubia hermosa, él la mira, la acaricia, la besa. Ella gime y se estremece a cada embestida del que era mi hombre.

En el desenfreno del encuentro caen cosas; almohadones, floreros, cuadros y un vaso que se quiebra al instante, cuando la frágil estructura choca con el frío piso de piedra; el mismo piso que mis pies descalzos tocan y que no estoy segura si es el causante de los tiritones, o si será la imagen de él cabalgando a su musa escuálida, de largo pelo ocre.

No puedo seguir mirando y cierro con sumo cuidado la puerta; sin querer me he puesto a llorar y mi camisón está empapado por las lágrimas que no consigo detener. Escucho un ruido, los vidrios en el piso de piedra tras la puerta que acabo de cerrar se desintegran aun más y yo corro silenciosa hasta mi dormitorio y me acurruco en la cama.

Los tenues rayos de sol del amanecer me despiertan y veo con felicidad que Alberto duerme a mi lado y me siento la mujer más dichosa del mundo; entonces decido sorprender a mi hombre para sacar de mi mente ese mal sueño, lo acaricio, su espalda, su cara, su vientre. Me quito el camisón, que hasta me parece estuviera húmedo, y mi cuerpo desnudo busca los músculos dibujados de Alberto, y lo destapo para poder contemplar su hermosura, pero solo consigo ver sus pies sangrantes plagados de vidrios adúlteros.

2/08/2006

EL ACUERDO

El acuerdo fue claro: “nos diremos siempre la verdad; si me preguntas algo, lo que sea, yo te contestaré con la verdad y tu harás lo mismo”. Con esa única condición partimos, nada más. Éramos libres de hacer lo que quisiéramos; yo a él no le pertenecía y él a mí, tampoco. – Lo pasamos bien, nos gusta estar juntos y disfrutamos en la cama, no quiero dramas, lloriqueos ni reproches porque salgo o me acuesto con alguien más – sonó su voz en mi mente y yo me repetía: no soy su dueña, no me pertenece, lo pasamos bien en la cama, nos gusta estar juntos, no puedo lloriquear si se acuesta con alguien más. – Si preguntas algo, tienes que estar dispuesta a escuchar la respuesta –. Si pregunto algo tengo que estar dispuesta a escuchar la respuesta, me repetía insistentemente para no olvidar la única condición y, después de dejar todo claro, cerramos el pacto en un cuartucho de hotel una calurosa tarde de enero en medio de caricias y besos lujuriosos.

El acuerdo era bueno, yo no quería nada con mucho compromiso, ¿Para qué? Si los hombres terminan engañándote de todos modos, lo único que necesitaba era unas manos expertas que me acariciaran con precisión y borrar de mi mente los malos amores que antes opacaron mi vida. Sí, un acuerdo claro era lo mejor, no espero nada de tí y tú no esperas nada de mí. Sí, me gusta.

Y me fui enredando entre las sábanas gastadas de los hoteles y los sentimientos que comenzaron a fluir como fumarolas de volcanes submarinos que se ocultan a la vista del mundo. Por lo menos una vez a la semana nuestros cuerpos se encontraban sin preguntas, sin respuestas, solo sentir, sentir como sus dedos se deslizaban en mi piel, como su aliento resoplaba en mis oídos, como su lengua exploraba mi boca y como yo lo comenzaba a amar. Yo amarlo a él, no podía ser, y menos si en una ocasión de cordura me dijo: – Si en un momento de calentura te digo que te amo, no me creas, es sólo parte de la pasión del momento, no son sentimientos reales – y yo me repetí insistentemente; si en un momento de calentura me dice que me ama no le tengo que creer es sólo parte de la pasión del momento. Y pese a todo le estaba amando, a él, a ese hombre que cuando lo conocí escapaba cada tarde a encontrarse con alguna mujer para perfeccionar aún más sus ya amplias habilidades amatorias.

Pasó un tiempo en que, haciendo uso de la única condición que nuestra relación tenía, comencé a preguntarle por cada uno de los nombres de las mujeres que solía frecuentar y que habían llegado hasta mis oídos como voces lejanas que se filtraban por el auricular – ¿Quién es Laura? – una vocecilla tímida salió de mi garganta mientras sus ojos sorprendidos se clavaron en los míos – Una amiga - Replicó – ¿Pero, te acuestas con ella?, porque he notado en tus ojos el cansancio cada vez que llegas de verle - contesté sin siquiera pensarlo, estaba al borde de romper el único acuerdo –Sí – contestó. Y así, poco a poco, fui conociendo en detalle el nombre de cada una de sus amantes, los días que se encontraban, los hoteles que visitaban y la forma en que se entregaban. En definitiva, estaba en ventaja; el acuerdo decía que si yo preguntaba me contestaría con la verdad y viceversa, y así fue como me filtré en su vida silenciosamente, sin que ni siquiera él lo notara.

Lo mío no es sufrir, y menos por un hombre, era por eso que el acuerdo me resultó tan atrayente en un comienzo, pero con el tiempo sentí miedo, miedo de saber y dejé de preguntar por sus amantes y preferí pensar que mis habilidades habían sido más fuertes y que él ya no se apaciguaba con otras mujeres; después de todo hacia más de un año que nuestros encuentros se repetían religiosamente cada semana. Pero, una tarde de invierno en que la lluvia arreciaba en la ciudad, pregunté tímidamente –¿Te has acostado últimamente con otra mujer?- empuñé mis manos y rogué a Dios que de sus labios saliera un no – Sí – contestó; no pude disimular mi angustia, yo ya lo amaba y aún que el acuerda era claro con los sentimientos, es muy difícil luchar -¿Con quién?- pregunté, mientras por mi mente desfilaba un sin fin de nombres –¿Estás segura que quieres saber con quién?- un silencio inundó la habitación. – No, no quiero saber.

Leonor era el nombre de una de las tantas amigas que rondaban su vida y, cada vez que pregunté por ella, un mutismo se hacía presa de él hasta que, finalmente, me preguntaba si realmente quería saber la relación que tenía con ella, a lo que yo respondía que no por miedo a escuchar que la amaba.

En ese periodo de angustia contenida en que lo sabía cabalgando a otra mujer, quise hacer lo mismo y me entregué por despecho a uno de los tantos malos amores que colmaron mi vida. Mala decisión de mi parte, un retroceso en mi crecimiento, reflexioné con los años, pero fue fugaz, apenas un destello dentro del universo que duró un segundo y del que me arrepentí eternamente.

Después de mil doscientos cuarenta y dos días de estar segura que lo amaba, le pregunté nuevamente por Leonor, amparándome en el acuerdo sellado tantos años atrás de contestar con la verdad y sintiendo la necesidad de sufrir para medir con lágrimas mis sentimientos hacia él. – Pero, honestamente mi amor, ¿Te acostaste con Leonor o no?- como siempre me miró a los ojos y contestó – ¿Por qué, si me he acostado con mil mujeres, te importa tanto ella?- Cuánta razón tenía en su pregunta: – No lo sé – susurré entre dientes – ¿Realmente quieres saberlo? – Sí, contesté, pero nunca escuché una réplica de sus labios, aunque sí una pregunta: – ¿Y tú, te acostaste en todos estos años con alguien más? – A mi mente viajó la ocasión en que cedí a los celos y me escapé con otro hombre – No – respondí, sin siquiera arrugarme, ya que con su pregunta respondió a lo que tanto temía.

9/15/2005

DE MOTE A CIENTO OCHENTA


Desde niño supe que mi destino sería el vestir el uniforme de la Armada de Chile: es que a un abuelo que fue almirante no se le puede negar un designio.

Lo cierto es que nunca me gustaron los uniformados, y me hubiese hecho mucho más feliz quedarme en el barrio jugando con mis amigos en lugar de embarcarme a los catorce años en una carrera que me arrancaba de los brazos cálidos de mi madre.

Recuerdo esa mañana húmeda a principios de marzo, cuando llegué al cerro Artillería en Valparaíso, yo era un niño aún, pero iba disfrazado de adulto con aquel traje gris que mi madre mando hacer a la medida, porque – “El nieto de un almirante en retiro siempre estará a la vista de todos” – como me dijo ella ceremoniosamente mientras engominaba mi pelo, esa mañana antes de partir a la Escuela.

Al llegar, vi a mis futuros compañeros ansiosos, esbozando unas sonrisas forzadas que más bien parecían un tics nervioso. Todos ellos, al igual que yo, se veían como niños camino a un matrimonio, dentro de sus atuendos formales y oscuros. Sus padres los miraban desde lejos, orgullosos, felices.

Al sonar de una corneta, todos corrimos y nos formamos en el centro del patio principal, desde allí, en medio del grupo de compañeros, quedé observando lo que sería mi casa los próximos seis días a la semana por once meses seguidos en los cinco años que me quedaban por delante, lo cual me pareció una eternidad. Miré con detención todo lo que mis ojos tenían a su alcance: los salones gigantescos, los pasillos interminables, las baldosas relucientes, la pintura blanca inmaculada que cubría todas las murallas y los cadetes que pasaban formados, todos iguales, haciendo imposible poder distinguir uno de otro. El sol despuntaba entre los cerros del puerto, pero sus rayos eran incapaces de aplacar el frío que sentía penetrar en mi cuerpo, como un sable despiadado hurgando en mis entrañas.

Se fueron nuestros padres y nos quedamos solos, sin saber que hacer; estábamos ahí, formados a la espera de órdenes que, con el tiempo, se transformarían en nuestras conciencias a la que yo me resistiría escuchar.

La primera semana en la Escuela fue dura, me costaba mucho acostumbrarme a compartir mis sueños con cientos de compañeros más que ocupaban el mismo dormitorio de camarotes estrechos y duros, todos ellos cubiertos por una impecable colcha blanca, prolijamente estirada al punto que en ella pudiese rebotar una moneda que lanzaba el brigadier cada mañana al inspeccionar al grupo. Los quince minutos que duraba la revisión eran los peores del día, los zapatos brillantes, las uñas cortas y limpias, el uniforme estirado, sin una mancha que pudiese opacar su solemnidad y esa postura firme, rígida que me destrozaba la espalda y los pies; una falla en la revista y el desafortunado pagaba su descuido con flexiones interminables y trotes alrededor de la cancha que dejaban las piernas débiles por días y, si la falta era muy grave, el cadete debería quedarse el fin de semana sin salir de la Escuela. El desayuno lo esperaba con ansias y lo devoraba con premura para después ir a la sala de clases en donde nos esperaban los rostros severos y quemados por el sol costeño, de los profesores que se empeñaban en quitarnos la niñez y transformarnos en adultos.

Los mayores tormentos provenían de los cadetes de segundo año que desataban en contra nuestra toda la furia que acumularon cuando fueron novatos; a menudo nos hacían quedar en ridículo frente a nuestros compañeros y superiores con bromas que nosotros sentíamos como castigos, parecía divertirles tanto llamarnos “mote”, en alusión a los minúsculos cardúmenes de pececillos insignificantes que plagaban el mar, y humillarnos haciéndonos cantar con nuestras voces desafinadas de adolescentes asustadizos, que era preferible permanecer lo más lejos posible de ellos.

Recuerdo que muchas veces me sentí solo y estuve a punto de escapar de la escuela; imaginaba que podía burlar la guardia y bajar corriendo las escaleras del cerro hasta llegar a la estación ferroviaria, para subirme al primer tren que partiera rumbo a Santiago. Nunca lo hice, ni siquiera lo intenté, es que cuando estaba casi decidido, se me aparecía el rostro de mi abuelo furibundo, inquisidor y ya no podía siquiera pensar en desertar.

Al mes descubrí que hasta la Escuela Naval, tan estricta en sus modales y principios, también podía tener su encanto, y yo lo encontré en la biblioteca, vestida de mujer madura que se paseaba entre los libreros como una musa de ondulado pelo rojo, de caderas contorneadas y cintura minúscula. Como siempre he sido buen lector, mis horas en la biblioteca se amenizaban mucho más cuando sentía que su mirada verde oliva se posaba sobre mí.

Clara nunca me habló más de lo preciso, pero un día, al pedir un libro de cálculo, encontré un diminuto papel que decía: “este fin de semana te invito a tomar onces a mi casa, si no estás castigado” – Yo me puse rojo de solo leerlo y, después de pensarlo medio segundo, contesté en el mismo papel “no estoy castigado, ¿dónde y a qué hora?” – Al entregar el libro, ella vio la nota, sonrió y discretamente me entrego la dirección.

Como buen marino, toqué puntualmente el timbre del departamento en una céntrica calle de Viña del Mar; ni un minuto más, ni un minuto menos. Clara me abrió la puerta y su figura a contraluz me pareció aún más celestial de lo que parecía en la biblioteca – “Pasa” – me dijo, yo entré titubeante y me quedé parado junto al sofá de la sala – “Pero no seas tímido, siéntate” – su voz dulce tintinó en mis oídos y, como yo era un muchacho que se había habituado a recibir órdenes, me senté; ella se acomodó junto a mí, cruzó las piernas y se recogió el pelo en un moño que aseguró con una horquilla. Me miró sonriente por unos instantes y luego se levantó para servir las onces.

Esa noche de domingo llegué perturbado a la Escuela, no podía quitar de mi cabeza la imagen de Clara preparando café, el modo en que se inclinó para ofrecerme galletas, dejando a la vista el surco pronunciado de la unión de sus pechos que parecían a punto de abrirse camino fuera del escote amplio de su vestido negro. Tampoco podía olvidar la proximidad de su cuerpo al despedirnos, el calor que irradiaba, ni el roce casual de sus labios finos cuando me besó la mejilla antes de cerrar la puerta tras de mí. Sólo me pude dormir al recordar que, mientras más corta se me hiciera la noche, más rápido podría ir a encerrarme entre las estanterías de la biblioteca y la mirada cómplice de Clara.

Eran las seis y media de la mañana cuando me despertó el incesante resonar de la diana; sin chistar me bajé de la cama, tomé la toalla que ordenadamente colgaba del barrote a los pies de mi cama; quinientas camas, quinientas toallas, quinientos cadetes, todos durmiendo en el mismo dormitorio, respirando el mismo aire vistiendo la misma tenida que solo se podía distinguir una de otra por el número que llevaban estampado; ciento ochenta, decían mis calzoncillos, mis camisas, mis calcetines y todo lo que pudiera poseer; me había transformado en un número –“ciento ochenta” – susurré mientras corría apresurado a la ducha que debía espantar la modorra y el sueño, en sólo dos minutos que demoraba en recorrer completo el gélido pasillo de regaderas. Todos los días lo mismo, la diana, la ducha, el desayuno, las clases, el almuerzo, más clases, la instrucción militar, los castigos por llegar tarde a la formación, por estar despeinados, por el polvo en lo zapatos, por la mugre en las uñas, por hablar, por mirar, por no mirar, por reír, por callar, cien flexiones a los pies del brigadier, treinta vueltas trotando a la cancha, sesenta minutos en posición firme en medio del patio. Finalmente, una hora libre que ocupé desde el primer instante en ir a la biblioteca, pedirle un libro cualquiera a Clara y espiar sus movimientos delicados por sobre el borde de la tapa del texto que mantenía levantado.

Al cuarto día de espiar a Clara, sin más ambición que poder sentir su presencia, encontré otro papelito en el libro: “el domingo a las dos en mi casa” decían las letras hermosamente dibujadas, tanto como ella, quien me miró seria desde su escritorio. Sentí rabia, ¿como podía ser tan estúpido para dejarme sorprender por un brigadier, cuando fumaba escondido en el baño?; estaba castigado, me tendría que quedar ese fin de semana en la Escuela, no podría sentir la cercanía de Clara en el sofá de su sala, ni ver como se asomaban sus pechos redondos por el escote de su vestido; intenté imaginar una solución, una escapada a mi destino desafortunado, pero no existía forma de levantar el castigo y, muy a mi pesar, escribí en el mismo papel: “estoy castigado”.

La semana siguiente fui más puntual que nunca, hice la cama con tal prolijidad que hasta una pluma pudiera rebotar en ella, pulí mis zapatos y fumé escondido en el baño, con la vista alerta para no ser sorprendido. Continué ocupando mi hora libre diaria en la biblioteca, entre los libros y Clara, que se había convertido en una obsesión en mis pensamientos. El día miércoles de esa semana, de comportamiento ejemplar y extraño en mí, al terminar la hora libre devolví a Clara el libro de álgebra que había pedido y, junto con él, le entregué una nota: “hoy estoy de cumpleaños”; ella tomó el libro, lo puso sobre el mesón y guardó sin mirar el papel en su cartera. Al día siguiente, apenas puse un pie en la biblioteca, me llamó con una seña, me pasó unas revistas y me susurró al oído: – “el domingo a las tres” – Fue tan leve el sonido que brotó de sus labios que apenas lo escuché, pero el soplo de su aliento al chocar en mi cuello me dejó extasiado.

Al entrar en el departamento, Clara me esperaba con una copa de vino blanco en su delicada mano de uñas púrpuras. Se veía cristalina, brillante, destellando luminosa, se acercó a mí, me besó en la mejilla y me entregó la copa mientras, entre sonrisas, me decía coqueta – “feliz cumpleaños” – Quedé mudo, pero en ese momento las palabras estaban de más, me tomé el vino de un trago y, sin pensarlo dos veces, rodeé su cintura con mis brazos, Clara no pareció sorprendida y con desesperación buscó mis labios para besarlos, morderlos, chuparlos a la vez que metía sus manos por entre mi camisa para acariciar mi espalda. Ella me condujo lentamente hasta su dormitorio y nos tumbamos en su cama, yo no quería despegar mis labios de los suyos, pero fue necesario hacerlo para poder ver como se quitaba la ropa; primero la blusa, desabrochó calmadamente cada uno de sus botones mientras yo podía ver como se develaba el brassier de encaje blanco, el que luego se quitó en un movimiento. Nunca antes había visto a una mujer de verdad y esos pechos redondos y pecosos se me ofrecían cual manjar al que no me podía negar, primero los toqué con temor, después, la excitación que hacía presión contra el cierre eclair de mi pantalón, hizo abalanzarme sobre ella quien, con dificultad, me dijo: – “con calma, no te desesperes” – Me sentí atolondrado y me incorporé, ella continuó su rito quitándose la falda, los calzones; cuando la vi desnuda, nuevamente me quise tirar sobre ella, pero nuevamente me lo impidió: – “sácate la ropa” – ordenó y yo obedecí; quedé desnudo parado frente a la cama, mientras ella me examinaba con la mirada: – “eres un chico muy guapo” – me dijo, y comenzó a acariciar mi cuerpo, a besar mi espalda, a tocar mi miembro rígido a punto de estallar. Esa tarde de domingo, Clara me regaló de cumpleaños una tarde agotadora plena de enseñanzas en el arte del buen amar y yo le regalé a ella cinco descargas de placer, que hubiesen sido algunas más si, cuando vi la hora, el reloj no hubiera señalado un cuarto para las diez.

Pese a lo mucho que me esforcé en correr por las calles de Valparaíso, no conseguí llegar a tiempo a la hora de recogida a la Escuela; los domingos, el brigadier de turno nos esperaba atento cerca de la entrada, consultando su reloj pulsera a cada momento, para asegurarse que cumpliéramos con el horario de entrada. Crucé la reja de grandes barrotes a las diez con ocho minutos, no vi a nadie cerca y respiré tranquilo, pero cuando me disponía a dirigirme al dormitorio me detuvo una voz ronca: – “¿A dónde va, cadete?” – Me quedé inmóvil al reconocer la voz del brigadier – “a dormir, mi brigadier” – le contesté, mientras él se ponía frente a mí: – “usted llegó ocho minutos tarde” – me reprochó con tal severidad, que me sentí casi un criminal: – “perdón, mi brigadier” – le contesté atemorizado; se quedó en silencio un momento, mientras se paseaba a mi alrededor: – “en castigo a su falta quiero ahora cien flexiones de brazos, cincuenta vueltas a la cancha al trote, y dos horas en posición firmes con carabina en el patio. Estoy seguro que después de esta noche usted, cadete de la Armada de Chile, aprenderá a cumplir horarios” – la sentencia retumbó en mi cabeza.

Seis de la mañana, había dormido apenas un rato y la diana ya me indicaba que debía salir de la cama; esta vez con dificultad pasé por el pasillo de las regaderas, me vestí, hice mi cama a tropezones y me fui a la formación a esperar que pasaran revista. Apenas podía mantener los ojos abiertos y menos la posición firme, tenía que pensar en algo, me esperaba un día más duro que los anteriores; estaba tan cansado: la visita a Clara y el castigo por llegar tarde habían consumido todas mis fuerzas. Mientras el brigadier pasaba revista al cadete formado a mi derecha, como una iluminación divina, surgió la idea. Aunque el piso era de baldosas, en ese momento se transformó en mi salvación y, sin pensarlo dos veces, me lancé de frente a su encuentro.

En la enfermería me examinaron los médicos y me cuidaron los auxiliares mientras me reponía del revolcón con Clara del día anterior, la tortuosa noche y los cinco puntos que me tuvieron que poner en la frente para cerrar el tajo que me provocó la caída. Ahí, en la cama, lo único que lamentaba era no poder ir esa tarde a leer a la biblioteca.

9/11/2005

ADÚLTEROS


Siempre he sabido que esto de andar metida entre las patas de los caballos no es nada saludable, pero el gustito que tiene la doble vida me emboba, y termino metida en uno que otro lío, que claramente se pudo haber evitado.

Digamos que mi inexperiencia me llevó a pisar el altar cuando apenas tenía veinte años; que por querer jugar a ser grande, le insistí tanto al pololo de turno, que terminé vestida de blanco. Por supuesto, cuando desperté al día siguiente en una habitación del Sheraton, me di cuenta en parte de lo que había hecho. Ahora era señora, con casa, con marido y todo lo que implica ese cambio de vida, pero por fortuna, también tenia muchos compañeros en la universidad dispuestos a tener una aventura con una mujer casada; es que lo prohibido tiene su encanto, las relaciones se tornan intensas dentro de lo volátil que puedan ser.

Me pasé siete años de cama en cama, de motel en motel, con todo tipo de amantes. Si lo pienso, no creo que mi marido hiciera algo distinto, después de todo “ojos que no ven, corazón que no siente” dice un muy sabio refrán.

Mis amantes clandestinos nunca tuvieron importancia, de los que ni siquiera recuerdo los nombres. En ocasiones hago esfuerzos por traer a mi memoria desgastada por tantos besos fugaces y caricias mezquinas, las cualidades amatorias de esos amantes pasajeros, pero éstas se han diluido con el paso de otras manos expertas.

Fue en las instalaciones de una empresa familiar donde lo conocí; yo, jefa de personal; él, director. Nuestras miradas se cruzaban esquivas en los pasillos, en el ascensor, en el casino, hasta que la calentura fue mayor que la prudencia y nos batimos en una lucha pasional en el espacio que quedaba entre la impresora y el fax de su oficina.

Esta aventura siempre fue muy clara: yo necesitaba la seguridad de mi familia y aquel sabor a engaño en mi piel. Él, un señor irresistible, gustaba de jugar al conquistador cuando los ojos de su mujer, gerente general de la empresa, no lo vigilaban.

Todo hubiera salido bien, si es que los enredos de cama se pudieran mantener al margen de los sentimientos, pero después de cuatro años de encuentros furtivos en cualquier lugar de la empresa, que bien podía ser un baño, una bodega o simplemente la oficina de mi amante, avivó cualquier incipiente y confuso sentimiento.

A nosotros nos gustaba sentir el peligro, revolcándonos en la oficina contigua a la de la mujer de mi amante; los besos, las caricias, el sexo, adquirían un sabor distinto cuando por, entre los gemidos, escuchábamos sus pasos y nos teníamos que vestir raudos.

Nosotros, amantes desesperados, vivíamos al borde de ser sorprendidos, ya no nos importaban los empleados, ni mi marido, ni su mujer y seguíamos arriesgando nuestro pellejo a cada momento: nunca antes me había gustado tanto ir a trabajar. Para poder desatar por completo las calenturas reprimidas, arrendamos un departamento en el centro de la ciudad, bulín le llamamos, el cual se convirtió en un antro donde pudimos liberar todas las fantasías sexuales reprimidas durante todo ese tiempo.

La mujer de mi amante, que yo la conocía bien por ser mi jefa directa, en varias ocasiones se sentó frente a mí con la cara angustiada para contarme –“sé que anda con otra”- Siempre traté de aplacar sus dudas o, por lo menos, cambiar el tema para sentirme menos incomoda. Ella dudaba de su marido y, a menudo, yo la sorprendía hurgando sigilosa entre los papeles y correos electrónicos de mi amante, pero él no era un infiel novato o descuidado y nunca pudo encontrar siquiera una boleta que lo delatara.

Está claro que la suerte no siempre puede estar a favor de los desesperados; yo, mujer moderna y despreocupada, acababa de despedir a mi amante, y aún descansaba desnuda entre las sábanas de la cama asentada en el bulín del centro cuando, de pronto, escuché el timbre: fui apurada al encuentro de mi amor, que seguramente había olvidado algo y, sin mirar por el ojo mágico de la puerta, la abrí sin pensar.

Ante mí, la mujer del desdichado quien, de un empujón, me sacó de su camino.
- ¡Así que tu eres la puta barata que se está acostando con este huevón! – me gritó con la cara roja de ira – ¡Di algo, puta de mierda! – insistió la mujer, mientras me daba de manotazos - ¡Pensaste que era tan tonta que no me daba cuenta, puta! – continuó su eterno rosario de insultos a la vez que escarbaba entre nuestras fotos esparcidas por todo el departamento. Permanecí inmóvil, congelada por la sorpresa y el miedo, las piernas me tiritaban y, a pesar de ser una tarde calurosa, sentía frío; era incapaz de articular alguna palabra, sólo aferraba con fuerza la sábana que cubría mi cuerpo desnudo, mientras veía con terror como ella botaba sillas, arrancaba de cuajo el teléfono y rompía todo lo que pudiera tener al alcance de la mano – ¡Puta de mierda ¿dónde se escondió ese maricón poco hombre que no da la cara?! – Los gritos, como voceo en una feria libre hacían eco en las murallas que, poco a poco, iban quedando descubiertas víctimas de la furia de la mujer, empeñada en encontrar a su marido incluso detrás de los cuadros – ¡De ésto se va a enterar tu marido, puta mal nacida! – amenazó, y fue en ese momento en que reparé en el bolso que llevaba colgado del hombro: imaginé una pistola en su interior y, sin pensarlo dos veces, me acerqué cuidadosamente a la puerta de salida, la abrí nerviosa y salí corriendo lastimera, con la sábana a la rastra por los pasillos hasta llegar al ascensor. Apreté varias veces con fuerza el botón, pero éste no llegaba y yo tampoco tenía tiempo para esperarlo, la mujer ya se había percatado de mi escape y salió tras de mí corriendo, mientras gritaba a todo pulmón – “¡No he terminado contigo, puta, no te arranques, cobarde de mierda!” – Lo único que me quedaba eran las escaleras, y bajé por ella tan rápido como mis piernas lo pudieron soportar.

Ya refugiada en la administración del edificio, con la sábana todavía enrollada en mi cuerpo, llamé desesperada a la policía para que sacaran a la loca del departamento.

- ¿Me dice usted que hay una mujer en su casa? – me costó hacer entender al funcionario la situación por la que estaba pasando.
- Es que es una loca, señor, está gritando y rompiendo todo – le lancé de sopetón un rosario de palabras mal articuladas.
- Entonces, es una invasión de morada – ¿Por qué será que los policías todo lo dicen en un lenguaje mas difícil de entender?
- Que no es mi morada, señor, pero que sí la invadió.
- ¿Y de quién es el departamento? – me preguntó sarcástico.
- Qué importa de quién es el departamento, ¿no me escuchó que hay una mujer rompiéndolo todo y que entró a empujones? – le dije enojada.
- Ah, entiendo,… uno de esos casos. Espere tranquila, señora, que inmediatamente mandamos a una unidad.

Y me quedé esperando nerviosa y pacientemente, envuelta en la sábana, sentada en la escalinata a la entrada de la administración, hasta que vi salir a la mujer, acompañada de cuatro policías que la asían fuertemente mientras ella continuaba gritando y pataleando - “¡Suéltenme, desclasados de mierda, que no soy una delincuente, es a la puta de la amante de mi marido a la que se tienen que llevar!” – Me miró y sentí su mirada quemándome, mientras los gritos ahora los dirigía a mi: - “¡A tí te tienen que llevar los pacos, delincuente de mierda, roba maridos!” - Yo la miré fijamente mientras la subían a la patrulla, me afirmé la sábana, caminé hasta el ascensor y subí. Me duché calmada, me maquillé y vestí con dedicación; después tome mi teléfono móvil y llamé a mi amante – “Amor, creo que es mejor que no vuelvas a tu casa” – y colgué sin esperar respuesta.

Mi teléfono siguió sonando toda la tarde, cada vez en el visor parpadeaba el nombre del marido de la mujer engañada. No contesté, sólo le hice llegar al día siguiente dos sobres: uno contenía mi carta de renuncia, el otro una hoja que simplemente escribí: “Adiós, y gracias por los servicios prestados”


Anjélica Dossetti C.

9/02/2005

MANOS


Lo reconocí por las manos, eran las mismas que me acunaron tantas veces, pero yo las recordaba distintas; a mi mente viajaban como las alas de una paloma emprendiendo el vuelo; blancas, puras, inmaculadas, deseosas de acoger a esa niña inquieta e incansable de cuatro años.

Lo dejé de ver hace tantos años. Aún me parece sentir el olor a leña quemándose en la chimenea, y divisarlo a él al otro lado de la puerta de su dormitorio sosteniendo la maleta que lo alejaría para siempre de mí. Llegan a mi mente las imágenes como fotos ajadas por el tiempo; mi madre con mi hermana recién nacida entre sus brazos llorando descontrolada, yo también lloraba, pero no recuerdo por qué. Sólo sé que me dolía el corazón y hasta pensé que con su partida, ya no podría volver a respirar.

Los años pasaron inevitables; en casa nunca más se pronunció su nombre, como si entre todos hubiésemos hecho un pacto secreto de silencio, tan secreto que nunca se acordó que fuera tal. A menudo, cuando me preguntaban por mi padre, yo prefería decir que había muerto hacía mucho tiempo, en mi niñez, a los cuatro años, cuando salió de mi vida cargando una maleta para nunca más volver. Y me sentía cómoda diciendo eso, después de todo, la muerte es más digna que el abandono.

Sólo recordé que existía cuando recibí esa llamada del Instituto Médico Legal, pidiéndome que reconociera el cuerpo de un individuo muerto de frío en las calles - ¿Yo, reconociendo a un muerto? – respondí desconcertada. Luego me explicaron que por las huellas dactilares el cuerpo correspondía a un tal “Oscar Wiltherlisgen”, por lo extraño del apellido y siendo yo la única persona que figuraba en el directorio telefónico con uno igual, podríamos ser parientes.

Nunca imaginé que volvería a verle, menos así, ya que por mis cuentas aún no debía tener más de sesenta años y parecía que un siglo arrastraba sus rasgos carcomidos por las calles. Yo, que me definía como una mujer dura, inclemente, caminé altiva por los fríos pasillos de la morgue hasta esa bandeja metálica que sostenía un cuerpo desconocido. Lo único que identifique fueron sus manos, porque pese a todo, no perdieron su pureza de alas blancas.

-¿Lo reconoce, señora? – No supe qué contestar, sabia que era mi padre, pero sentía miedo. Volvieron a mí todos esos recuerdos, la angustia, el abandono que sentí a los cuatro años; quise escapar del lugar.
-¿Señora, sabe quién es?
-No – respondí.


Anjélica Dossetti C.

9/01/2005

DÉSPUES DE LA FUNCIÓN


Me acordé de ti hoy, en medio de una de esas entrevistas a las que no te puedes negar. Hacía apenas unos minutos que el telón se había cerrado en medio de aplausos y zapateos que semejaban truenos en una noche de tormenta, como esos que pasamos en la cabaña de Isla Negra, ¿Te acuerdas? Tú y yo alumbrados por las velas y la llama tímida de la estufa a parafina de otros tiempos, conversando, riendo y jugando.

Después de la función me sentí agotada, pero a un compatriota no te puedes negar, especialmente cuando en Nueva York todo es tan frío, algo así como no existir en tu esencia, no ser quien realmente eres.

Cuando me golpearon la puerta, aún tenía el maquillaje y el atuendo de japonesa de la obra, la cabeza la sentía tirante, no sabía si por el cansancio o los palillos del moño, que más que atravesar mí pelo parecían forjarse camino dentro de mi cerebro.

“Permítame felicitarla por su gran actuación” – me dijo el hombrecillo regordete y sudoroso al momento que me entregaba un ramo de rosas que dejé junto a los otros tantos que plagaban el camerino. ¿Y, sabes? Me pareció estar en ese teatro de Santiago, donde me contrataron para hacer el coro de una zarzuela, ¿Te acuerdas? Yo tenía tanto susto de cantar en público, que ni siquiera pude comer ese día y fue cuando llegaste tú, al término de la función, porque no tenías plata para la entrada, y me esperaste en la calle hasta que salí abriéndome paso entre mis compañeras que, como un rito, cargaban con ellas por lo menos una flor, mientras yo no llevaba nada. Cuando caminábamos hacia mí casa, cortaste un diente de león y me lo regalaste; yo me reí mucho y tú pensaste que me estaba burlando de tu regalo, pero lo cierto es que no daba más de nervios, y el diente de león, los aplausos, la zarzuela y tú me tenían emborrachada.

“Es usted una gran soprano y una mejor actriz” – seguía diciéndome el hombre entre halagos que yo sentía inventados. Me preguntó de todo y anotaba en su libreta cual niño aplicado en clases todas las palabras que salían de mi boca automáticas, es que ninguna entrevista dista mucho de otra. De pronto, preguntó algo típico, lo de siempre, pero para mí fue distinto “¿Dígame, cuál ha sido el papel más difícil que le ha tocado interpretar?” en un acto reflejo contesté “Carmen” y me quedé en silencio; fue en ese instante que llegó a mi mente la tarde de agosto en que subí por primera vez a un avión, para dejarte a ti y a mi familia a miles de kilómetros atrás.

El hombre seguía preguntando, yo ya no contesté, me había quedado perdida en el aeropuerto entre manos que se agitaban y ojos humedecidos; en un atisbo de lucidez me excusé con mi entrevistador y le pedí que me dejara sola.

Me miré en el espejo, aún maquillada, las lágrimas arrastraban el sedimento blanco de la mascarilla. Recordé mi departamento en el Central Park, donde la mitad de Chile querría poder vivir, y lo vi solo, aguardando que llegara de madrugada, sobrepasada en copas, abrumada por el estrés, sólo a dormir; recordé mi cama, visitada por tantos tenores ávidos de fama que no escatiman en artimañas para poder pasar una noche con una mujer que no tiene más belleza ni sensualidad que ser famosa, si eso les puede abrir alguna remota posibilidad de exhibición en una revista.

Me dio tanta pena verme ahí, sola entre las rosas, sin más compañía que mí propio reflejo en el espejo, y pensé lo que tantas veces he pensado, y me pregunté lo que tantas veces me he preguntado: ¿Y si me hubiese quedado en Chile? Estaría casada, quizás contigo, quizás con otro, tendría hijos, iría de compras, a las reuniones del colegio, al supermercado y todo eso que hace la gente común. Pero me fui, tomé el avión esa tarde de agosto, y cuando por fin volví a Chile sólo de visita, ya no era la misma; los años en la Juilliard School, las presentaciones en el Metropolitan Opera House, los conciertos con Plácido Domingo en Europa, hicieron de mí una mujer tan distinta, aunque yo me sentía igual al resto de las personas, ellas no me miraban así, y ya no podía pasar desapercibida en las calles, o andar desordenada y distraída.

En una oportunidad, le pregunté a mí hermana menor por tí, si te había visto, hablado o algo que me diera luces de que no fuiste un sueño en mí vida; ella no sabía mucho, creo que un par de veces le ofreciste cambiarse de isapre o algo por el estilo, me dijo que hablaron un poco, pero que nunca preguntaste por mí, lo que sí hiciste fue enseñarle unas fotos de no sé cuantos niños, todos tus hijos con una señora que no sé de donde salió, ¿Sabes? Me sentí engañada, ¿Qué hacías tú teniendo hijos con otra mujer, si hacía años habíamos decidido tenerlos juntos?, me acuerdo que traté de disimular mi molestia ante los ojos de mi hermana. Después, cuando me quedé sola, tomé la guía telefónica y llamé a todos los que encontré con tu nombre e intenté reconocer tu voz, pero ésta nunca llegó, o quizás sí, ya no la recordaba; te habías convertido en una imagen diáfana que se mostraba sólo en la cara sudorosa y agitada de alguno de esos tenores amantes mientras se mecían sobre mí.

Esa tarde de agosto el avión emprendió el vuelo conmigo en sus entrañas, tú te quedaste agitando la mano y yo no podía sacar de mi mente ni de mi cuerpo las caricias melancólicas de la despedida en la plaza del barrio la noche anterior; no me quería despegar de tí, y tú me abrazabas muy fuerte mientras me animabas a tomar esa gran oportunidad que tan pocos tienen en la vida.

Yo estaba decidida a estudiar canto y cuando me fui deseaba volver, incluso en momentos de tristeza estuve a punto de tomar el primer avión a Chile y correr a tu encuentro, pero no lo hice; es que siempre la sed de éxito fue más fuerte y cada halago de mis profesores alimentaba aún más esa necesidad descontrolada de triunfar. Ahora, después de tantos años, sigo sintiendo la conquista en cada aplauso, en cada flor, en cada poema que me dedican y es así como todos estos regalos han formado un muro a mi alrededor que inevitablemente me está dejando sola en mi mundo de hoteles y teatros, mientras imagino cómo mimas a los que debieron ser mis hijos, pero que tuviste con otra.


Anjélica Dossetti C.

8/31/2005

SI FALTA LA VIDA



Hoy escribiré un cuento
que aplaque tus heridas,
inventaré la extensión de tu vida
la que estas dejando,
la que te castiga sin motivo.
En mi cuento realizarás tus anhelos;
Serás madre, serás amiga
Serás mujer, la de siempre, llena de alegría
Serás tú Paulina.

En esta historia no existirán hospitales,
nos olvidáremos de la morfina,
del dolor y el miedo a no ver la luz del día.
Perecerás anciana
después de hacer todo lo que querías;
de conocer el amor y
disfrutar de muchas alegrías.
Te embriagarás con el cariño
de todos los que ahora temen tu partida.

Dime lo que quieres ser;
pues hoy mis dedos danzarán sobre el teclado
y construirán a partir de tu cuerpo maltratado
un ser inmortal dibujado con letras sedosas.
Y veras, le cobraremos revancha a la vida.


Anjélica Dossetti C.

FECHA DE VENCIMIENTO



Te miro, me miras
Sonrío, me entregas tu mejor carcajada
Te abrazo, sé que puede ser la última vez.
No lo entiendes y te aferras.
No sabes, pero sabes, lo presientes.

Te cojo de un brazo y caminamos,
hasta que las calles se extinguen.
Ni siquiera platicamos
Siento los pies adoloridos.
Seguimos caminando
Sé que puede ser la última vez.

Te hablo, me hablas
Te animo a seguir luchando
Tú ya no quieres
No solo te duelen los pies
También, te duele el alma.

¡Dios es injusto! Gritas al viento.
¡Mírame, estoy acabada!
Te tiras al suelo
y arrancas tus zapatos
Sangran tus pies
Los pensamientos te agobian
¡Nunca he hecho nada!
¡No dejo nada!
El viento te escucha
Susurra su respuesta y no te calma.

Y te digo;
Me dejas tu sonrisa diáfana,
la dulzura de tus palabras,
los caminos recorridos,
las noches de juerga
Me dejas tu espacio,
que nada lo llenará.
Me dejas la alegría
de recordar tus travesuras.
Se quedarán conmigo
todas tus enseñanzas,
el amor a la vida,
tu honestidad intachable,
el dar por dar
sin nunca esperar nada.

Yo lo sé
Tú no lo sabes, pero si lo sabes,
lo notas en mis ojos
y en los de tu padre,
y de tus hermanas.

¿Por qué yo?
Pensé que me recuperaba
¿Por qué yo, que aún no dejo nada?
Nunca he amado a un hombre
Nunca los labios de un hijo
se extasiaron mientras lo amamantaba
Dejé pasar el tiempo,
quería sentirme preparada.
Y ahora, la vida, me da la espalda.
Pensé que por ser joven
la existencia se me daba
Y ya ves, nunca hice nada.
Y el tiempo se me escapa
entre sábanas blancas.
Yo que tenía todo
Sé que sin vida no tengo nada.

Yo lo sé
Tú no lo sabes, pero si lo sabes.
Lo sientes cada mañana que despiertas cansada.

Y yo te digo enojada;
No te agites
No hables huevadas
Nadie sabe cuando parte
Ni la adivina más dotada
Vive la vida sin pensar cosas macabras
Ya deja de escoger féretros
Como si fuera tu atuendo
Para una fiesta de gala
Y entiende de una vez que ni tu ni yo
Tenemos la fecha de vencimiento marcada.


Anjélica Dossetti C.

8/30/2005

TÚ, YO Y MI AMANTE


Fue en la luz roja de Antonio Varas con Bilbao, justo ahí viendo pasar los autos que bajaban por la avenida y mientras la lluvia caía sobre el parabrisas, donde se me ocurrió, sí, a mí, la mujer de 30 con hijos y marido, la que estudió en colegio de monjas; sí, yo, la que no podía decir culo porque simplemente no me salía. Y sí, estaba pensando en lo conveniente que sería tener un amante. Después de todo a Jimena, mi amiga de juergas, la había rejuvenecido en unos diez años desde que Martín, su estilista, se le ofreció en bandeja esa tarde de enero en su salón.

- ¡¡Gansa es que no me lo vas a creer!! sonó su voz al otro lado del auricular.
- ¿Qué?- ¿Te acuerdas de Martín, ese flacuchento que nos peina de cuando en cuando?
- El maricón...
- No gansa, si no es maricón.- ¿Qué le pasó? - Nada, que se me ha tirado el muy fresco.
- ¿Qué?
- Que mientras me tenía toda entubada la cabeza para hacerme esos rizos que le encantan a Antonio, me ha dicho que me encuentra sexy y que se moría por darme un beso.
- ¿Y qué hiciste?
- Pues nada, solo besarlo.
- Jajajaja – sonaron mis carcajadas, como contenidas por años.
- No te rías de mí, mujer, si esto es serio.- Está bien ¿y qué pasó?
- Pues que no me ha cobrado y hemos quedado en encontrarnos mañana en el salón a eso de las siete de la tarde ¿tú que crees?
- Que creo yo, no sé, es cosa tuya.

Esa tarde me aburrí de llamar a Jimena al celular. Después me enteré de lo bueno que es el aceite de masajes capilares para lubricar las zonas más remotas del cuerpo, y lo práctica que puede resultar la camilla de depilación en momentos de calentura desesperada.

El punto es que mi amiga Jimena tiene treinta y cinco años y un marido aburrido que, cuando no trabaja, sale corriendo a ver a su madre: – Es que extraño tanto a la pobre vieja – dice a cada momento cuando Jimena le reclama; y no olvidemos el par de demonios que Dios le dio por hijos.

Dió la luz verde y yo aceleré mientras seguía recordando las historias de Jimena Aldunate.

“¿Te acuerdas Karen cuando me casé? Era todo tan lindo, todo tan blanco, y Antonio qué bien se veía en la iglesia con su frac negro y ese pañuelo ocre en el bolsillo superior. Pero después, Karen, uf, qué tortura. Es que la palabra orgasmo no existía en su vocabulario. Me abría de piernas, dos enchufadas, se daba vuelta , y suácate, se quedaba dormido mientras yo aún esperaba algún atisbo de placer. Esto no es vida; por eso me gustó tanto el revolcón con Martín, es que aunque tú creas que es maricón con todo y esos visos, ese tipo sí que es bien macho”.

Sí, debe ser así, y comencé a examinar mentalmente todo el listado de hombres que tenía anotado en mi agenda; pero no, unos muy serios, otros muy severos, ese con familia, el otro pollerudo.

“Karen, de verdad es que no sé cómo fue que tengo dos críos; es que en un acto tan tremendamente rápido no me explico como fue que los espermios alcanzaron a despertar y llegar a su destino en menos de un minuto”

En el paso peatonal de Antonio Varas al llegar a Providencia me detuve nuevamente para que una mujer, cuál pata con sus patitos, cruzara la calle. Al mirar hacia el auto contiguo lo ví, le sonreí y el me sonrió.

“Lo peor, Karen, fue el parto de Benjamín; es que, mujer, si me hubieras visto, entre grito y grito me acordaba que en esos cuatro años no tuve ni un solo orgasmo. Yo pienso que si te va a doler tanto parir a tus hijos, por último, que tengas en la memoria el momento en que sentiste placer con el padre de la criatura, ¿No crees lo mismo, Karen?”

Seguí mi marcha hasta el estacionamiento de la oficina. Por el espejo retrovisor podía divisar el Peugeot blanco del hombre que me sonrió.

“Con la Macarenita no fue distinto. Yo, Jimena Aldunate de Correa, estaba ahí con las patas abiertas mientras la matrona me hurgueteaba hasta las tripas; qué dolor mujer, pero qué dolor. Y de placer, nada, si hasta llegué a pensar que esto de ser madre era una tortura"

Me bajé del auto y le pasé las llaves al acomodador. Él hizo lo mismo, lo miré nerviosa, él me sonrió.

- Hola, Juanito – le dije al conserje, lo suficientemente fuerte como para que él lograra escuchar.
- Buenos días, señora Karen – respondió

“Mira Karen; un amante fue lo mejor que me pudo pasar, estoy contenta, hago locuras; uso vibradores, látigos, ropa interior de cuero y lo clandestino, uf, es que cómo te explico lo entretenido que es”.

Él subió al ascensor junto conmigo.

- Karen, qué lindo nombre – me dijo enseñando una dentadura perfecta.
- Gracias – contesté
- ¿y tú cómo te llamas?
- Pablo – nuevamente sus dientes...
- Bonito- ¿Trabajas aquí?
- Sí.

“Lo que yo opino, mujer, es que un amante es un amante. Un par de polvos a la semana, de esos que te dejan con la espalda adolorida por tres días y ya , vas a ver cómo te cambia la vida”.

A los dos días me encontré un ramo de rosas en la oficina, con una invitación a almorzar.

“Mira Karen; yo adoro a Antonio, tú sabes que él es un pan de Dios, que no sepa culear es otra cosa, y esto de Martín me ayuda a no presionar al pobre. Ya has visto todo lo que trabaja en la Corte, es que eso de ser juez no es sencillo”.

Ese miércoles nos juntamos a almorzar. Hablamos cosas sin sentido, nos reímos, bebimos vino y caminamos junto al río.

“Con Antonio, la familia, mujer; los críos, el colegio, el supermercado, las cenas con los amigos. Con Martín; la lujuria, la calentura pura, esa deportiva, querida amiga”.

Decidí que mi mejor prospecto sería Pablo; después de todo, Arturo no sabe que existe, no es de mi círculo y tiene veinticinco años; todo un hombre de hormonas revueltas. Esperaría el mejor momento y me dejaría llevar. En una de esas, puedo tener la suerte de Jimena, y se me da en bandeja.

“Lo de Martín no lo sabe nadie, solo tu Karen, y si Antonio se entera lo niego hasta la muerte”

Caminaba por Providencia, pensando en el trago que me tomaría con Pablo por la noche, cuando me detuve en un kiosco a leer los titulares de un diario amarillista:


“EN PIRULO MOTEL DE LA CAPITAL FUE ENCONTRADO MUERTO EL FAMOSO ESTILISTA MARTÍN FERRER”

Compré el diario y continué leyendo:
“En el exclusivo motel Gran Ducal fue encontrado muerto el conocido estilista Martín Ferrer debido a una desafortunada mezcla de alcohol y drogas. Hasta el cierre de la edición, se intentaba dar con el o la acompañante del malogrado hombre”

Me quedé con la boca abierta. Saqué el celular de la cartera, y llamé a Jimena.

- ¡Jime!- Sí.- Soy yo, Karen. ¿Qué pasó con Martín?
- No me digai na’, gansa, ese huevón......... se jaló tres líneas de coca y no sé qué más tomó.
- Ufff, y ¿qué pasó?
- ¿Qué? Que en mitad de la cacha cayó como plomo al suelo, y empezó a dar tiritones como perro envenenado.
- ¿Y tú, qué hiciste?
- Huevona, qué más, salir en pelotas por una ventana, saltar el muro, esconderme en los jardines y salir rajada mientras el portero del motel cagaba en el baño.
- Y ahora, ¿qué?
- Yo no sé, Karen, pero a mi no me pilla nadie, yo no maté al pelotudo, y lo único que quieren es saber qué fue lo que tomó.
- Y.........
- Bueno, yo estoy saliendo en este momento hacia la casa de Pucón.
- ¿Y Antonio?
- Tú sabes que, cuando me pongo idiota con los críos, me pierdo por un par de semanas...

Por la noche, en el bar, después de cuatro tequilas, ya entramos en calor. Yo aún tenía dudas por lo que le pasó a Jimena.

- ¿Dime Pablo?
- ¿Sí?
- ¿Le haces a la droga?
- Ni soñando.
- Entonces, vamos.


Anjélica Dossetti C.

DE CÓMO COMPORTARSE ENTRE EL CUERPO DE DISTINGUIDAS SEÑORAS DE OFICIALES EN RETIRO



Navego en las tumultuosas aguas de los treintaitantos; peleo con las hormonas y las arrugas incipientes que comienzan a posarse en torno a mis ojos - líneas de expresión - dice mi amiga Karen con la cara toda embetunada en palta, yo no sirvo para esas cosas, las cremas me cargan y las paltas son para comer, no para intentar detener el tiempo.

No me puedo quejar, desde que tomé la mejor decisión de mi vida, separarme, hago lo que quiero y cuando quiero, me siento libre. Vivo con mi hija, una niñita de ocho años en un departamento en Ñuñoa y mantengo un “matrimonio puertas afuera” ¿Qué es eso? Simple, tengo una relación de pareja estable con un hombre que adoro, pero el vive en su casa y yo en la mía, no es un noviazgo, es mucho más que eso, compartimos nuestras vidas con la mejor disposición mutua.

Mi hombre, un príncipe azul arrancado de un cuento de hadas, podría ser mi padre, tiene apenas tres años menos que mi mamá. Es poseedor de una excepcional inteligencia, una simpatía particularmente irónica y una vasta experiencia en la cama, que ya se la quisiera cualquier gigoló criollo. No se imaginen un viejito, como le paso a Karen ese día que le conté con la cara llena de risa sobre mi nueva conquista.

“¿Qué tiene cuánto? Noooo… ¿Pero tu estay loca mujer? Si a esa edad yo creo que ni se le para… o sea, tiene muchas lucas o te haces ver, amiga”

Es verdad, no le puedo pedir a la gente que entienda esta especie de amor incestuoso; siempre verán en él a un “viejo verde” y en mi a una arribista. Lo que las personas no se imaginan es el gusto que nos da caminar de la mano por la calle y toparnos con una pareja cualquiera, de esas que en conjunto suman más de ciento diez años, sentir el peso de sus miradas sobre nosotros y leer en sus ojos lo que están pensando:

El: uf, ídolo, como pedirle la receta… ¿Tendrá mucha plata? – claro, el hombre en cuestión mira para el lado y compara a esa mujer con la que despertó, que vió chascona, desarreglada y tiene unos cuantos kilos de más con esa otra fémina que, con suerte, supera los treinta años, flaca y sin arrugas que entrelaza su mano a la de su amante, un hombre que pasa la cincuentena.

Ella: Qué fresca la mujer… seguro es la amante que le saca plata… y claro, el pobre huevón hace el ridículo y cree que se ve muy bien con una jovencita… Pobre esposa metida en la casa mientras él se pasea con otra – piensa la atemorizada mujer rogando que su marido no esté haciendo lo mismo cuando no lo tiene cerca; pero, por las dudas, le da una mirada severa y un pellizco, para disipar cualquier idea extraña de la mente del individuo.

Pues bien, ya no me sorprenden las miradas de las personas en la calle, me acostumbré al cuchicheo que generamos cuando nos ven pasar. Pero, debo confesarles que me sentí especialmente nerviosa cuando mi hombre recibió una invitación de sus ex compañeros de curso de la promoción de 1965 de la escuela de oficiales de la Armada de Chile para asistir a una conmemoración del término de la carrera militar del curso con la próxima retirada del actual almirante Vergara.

Lo que pasó hace dos semanas ya es historia, pero bien vale la pena escribir unos cuantos recordatorios para tener en cuenta en un evento futuro.

Mujer que se prepara a tiempo, no corre a última hora:

Ese es un consejo sabio que en alguna oportunidad me dio mi madre y que nunca he tomado en cuenta.

Pasé toda la semana previa al encuentro hurgando mentalmente en mi armario con el propósito de encontrar algo decente que ponerme. La reunión era informal, pero vamos seamos sensatos y pensemos un poco más allá de lo que decía la invitación ¿Qué es informal para una mujer? Que no te pongas la estola de piel ni el vestido con lentejuelas y que tu maquillaje sea un pelito más discreto que para una fiesta, pero informal, lo que se entiende por informal, es decir el jeans desteñido y las zapatillas carreteadas, nunca; por lo tanto, estaba en serios problemas, más aún si pensamos que estaré en el centro de la mirada chismosa de las distinguidas señoras de los oficiales en retiro. Solución, correr a comprar ropa a última hora del día viernes antes de la reunión.

La importancia de la preparación mental:

Con esto me refiero a que es necesario contar con un par de horas de introspección y reforzamiento de la personalidad para soportar un régimen militar que no entiendo y del que me declaro completamente prejuiciosa. Por lo tanto, debemos exacerbar la tolerancia, especialmente a las señoras, aquellas, las cadeteras en sus años mozos.

Lo cierto es que no fue tarea fácil. A mis oídos habían llegado rumores de lo segregadoras que podían ser si tenías la mala fortuna de no caerles en gracia y, la verdad es que tenía más cosas en contra que a favor; mujer número seis del ex oficial (ya a la segunda le hacen la guerra, ni pensar en cómo se comportarían con la sexta) y peor, más despreciable aún, joven.

Viajero que sale temprano no choca en el camino:

Si tomamos en cuenta la emoción del oficial en retiro de sólo pensar en ver a sus compañeros de hace cuarenta años y le sumamos la neurosis creciente de su acompañante, es posible que los poco más de 100 kilómetros que separan a Santiago de Valparaíso se hagan eternos entre cafés, bebidas, cigarrillos y baños. Por lo tanto, es mejor salir de casa tres horas antes de la reunión.

El temido encuentro:

Tengo que reconocer que siempre mentí cuando dije que estaba tranquila, la verdad es que esa famosa reunión me tenía nerviosa desde hacía semanas. Pude negarme a ir, después de todo no sería la primera vez que enfermo a mi hija o a mi madre para zafarme de los compromisos no deseados, pero sentía una curiosidad extraña hacia ese mundo auto negado desde mi adolescencia.

El temido grupo de señoras estaba en el patio central de la antigua escuela de oficiales que se desplaza en la cumbre del cerro Artillería en Valparaíso. Las divisé con horror al cruzar la gran puerta de roble que da paso a un primer salón de la casona colonial. Se veían todas tan alegres, tan arregladas, tan rubias, tan seguras y tan iguales. ¿Yo?, yo tiritaba de susto, me sentía totalmente fuera de lugar, pero siempre altiva me aferré al brazo de mi hombre y caminé segura a su encuentro. A estas alturas, ya no eran las señoras de los oficiales en retiro, se convirtieron en monstruos, temibles bestias hambrientas que querían devorarme y yo apenas era un pollito caído en desdicha.

Al encuentro de las bestias:

Todos me miraron detenidamente. Los hombres se acercaron y saludaron coquetos, mientras sus mujeres, protegidas en sus infranqueables grupúsculos, comentaban quien sabe que cosas entre ellas sin despegarme la vista.

Durante todo el tiempo que permanecimos en el patio viendo una parodia de formación hecha por nuestros oficiales en retiro, que ya no eran ni la sombra de lo que fueron, todos ellos con guata, canas y el peso de los años en sus hombros, me sentí observada. Pero lo peor llegó después de la foto oficial, cuando una de las mujeres se me acercó para preguntar decidida:

- ¿Y tú, con quién viniste?
- Con Eduardo Guzmán – contesté temerosa.
- ¿A qué viniste? – su mirada escrutadora me descomponía.
- Sólo lo acompaño – me odié por sentirme una intrusa.
- ¿Pero por qué lo acompañas tú, quién eres?
- Soy Helena, su mujer – respondí.

Sintiendo la victoria, la mejor recompensa:

La señora me miró con terror, no dijo nada, sólo caminó raudamente a refugiarse entre los murmullos de sus amigas. Yo la miraba a la distancia, ahora tranquila, intocable.

En ese momento comprendí que yo representaba una amenaza mayor para esas mujeres corrientes, todas iguales, que se esforzaban por seguir un modelo de esposa ideal sin más ventajas que la autoridad auto adquirida y la vigilancia permanente hacia sus maridos.

Ellas me tenían mucho más miedo del que yo le tenía a esos seudos monstruos; pues para ellas, era el deseo oculto de sus hombres, una mujer joven, sin ataduras, desinhibida, el demonio personificado.

Para mí, ellas eran señoras maduras, casi de la tercera edad que luchaban con uñas y dientes para mantener a su lado a sus maridos, todos ellos unos despojos de lo que fueron hace cuarenta años, cuando se graduó el curso de aspirantes del sesenta y cinco.


Anjélica Dossetti C.

PERDON


- Sin pecado concebida – dije titubeando, hacía tanto tiempo que no pisaba una iglesia que ya ni siquiera recordaba los ritos – perdóneme padre, porque he pecado – me dolía todo el cuerpo por la posición de rodillas en el confesionario.

- Cuéntame, hijo mío, ¿qué te trae hasta este templo del Señor? – apenas podía ver por entre la rejilla las manos del cura entrelazadas apoyando la cabeza.

- Padre, hacía dos semanas que sentía la necesidad de hablar con alguien, de escupir todo lo que me pasaba. En ocasiones miraba la cara de Juan, mi compañero de cuarto en el hogar universitario desde que llegué a estudiar a Valdivia hace cuatro años. Somos amigos, casi como hermanos, nos cuidamos cuando nos enfermamos, compartimos los libros y la comida que robamos del casino en algún descuido de la cocinera. Pero no era buena idea hablar con él.

A veces me desvelaba pensando en quién me podría escuchar sin juzgarme, pero sólo Juan era mi amigo, para el resto de mis compañeros no existía, yo era invisible; incluso una vez en que me encontraba leyendo en la biblioteca, dos estudiantes de obstetricia se sentaron en la misma mesa que yo, sacaron de sus bolsos unos libros, se daban unas miraditas juguetonas y reían descuidadas. Yo no podía escuchar lo que decían, su voz era tan baja, o la grasa se me estaba acumulando también en los oídos; de pronto, una de ellas se levantó de su silla y miró para todos lados, como tratando de asegurarse de estar solas en la sala; se desabrochó los pantalones y se los bajó, su amiga la quedó mirando, después se acerco un poco más y con una de las manos tomó su vello púbico mientras asentía con la cabeza. La muchacha, parada con las ropas abajo, seguía mirando para todos lados hasta que su amiga se alejó, se subió los pantalones y se sentó nuevamente, sólo escuché la voz alarmada de la estudiante que hacía un rato me había enseñado el trasero - ¡Ladillas!

- Perdón, padre, si lo ofendí con esta historia, por lo de la ropa abajo y todo eso, pero se da cuenta, yo estaba sentado al lado de ellas y ni siquiera me vieron, ellas creyeron que estaban solas.

- ¿Eso te atormenta, hijo mío?

- ¿Qué cosa, padre?

- Ver el cuerpo desnudo de una mujer.

- No, como me va a atormentar, si se lo digo para que se de cuenta por qué estoy aquí, es que no tengo a quien contarle.

La verdad es que yo toda la vida he sido grande, talla XXXL, y cuando era un niño pensaba que el tema no me importaba, porque siempre que alguien me rechazaba, podía encontrar un sanguche o un chocolate que me hiciera compañía en la angustia.

Después, cuando me empezaron a gustar las niñas, acostumbraba sentarme en algún rincón en donde mi humanidad cupiera para observarlas desde lejos. Me agradaba imaginarlas sin ropa, todas ellas mirándome, como invitándome a jugar. En las noches me quedaba dormido pensando en las niñas. Yo era corriente, padre, como cualquier chico de catorce años, sólo que un poco más gordo.

- Disculpa que te interrumpa, hijo mío, pero aun no entiendo tu pecado.

- Lo que sucede, padre, es que pasé tantos años torturándome con dietas inhumanas para poder agradarle a las mujeres, yo quería sentir un beso de ellas, sentir sus manos en mi cuerpo, sentir su aliento, quería tocarlas, usted me entiende, eso, es que yo soy virgen, padre, de todos lados, si ni siquiera he besado a una mujer y todo por ser gordo, sí, obeso; en un tiempo me hablaban, pero de lejos, creo que les molestaba mi sudor descontrolado, o mis manos rollizas. Después, simplemente me hice transparente y ya no me vieron más. Entonces, yo tampoco las quise ver y las comencé a ignorar. Ya nunca más me quedé mirándolas en silencio.

- Eso no es un pecado, hijo mío, el Señor ve el celibato con agrado.

- No se trata de eso, padre. Al comenzar este año, después de las vacaciones yo llegué a la universidad igual que todos los años, sin mayor expectativa que sacar los ramos sin problemas, pero Juan, mi compañero de cuarto, del que le hablé hace un rato, llegó distinto, se lo pasó todo el verano en el gimnasio; ahora se ve como un hombre de verdad, lleno de músculos. En un comienzo lo odié, me daba envidia verlo toda la noche contestando su teléfono móvil, con esa voz coqueta. Después lo espiaba, me tapaba la cabeza con las sábanas y me hacía el dormido cuando el se desvestía, admiraba su cuerpo tan masculino, las líneas de sus músculos dibujándolo entero.

Yo pensaba que todo era placer de ver un cuerpo perfecto, uno como el que yo quería tener para poder montarme a cuanta mujer se me cruzara – perdóneme padre – pero no era eso, me di cuenta cuando Juan comenzó a salir con Pilar y en ocasiones no llegaba a dormir; yo lo esperaba toda la noche, revolcándome en mi cama, enfurecido los imaginaba toqueteándose, usted me entiende, padre, no le digo como los imaginaba para no ofenderlo.

- Eso no esta bien, hijo mío, no es bueno que desees a la mujer de tu amigo.

- Padre, yo no deseo a la mujer de mi amigo, si de mi dependiera, que se pudra. Como se lo explico; estaba tan empeñado en ser un hombre normal, porque esto de tener unos cuantos kilos de más a uno lo hacen distinto, siempre cansado, con la respiración agitada, vistiendo los mismos trapos viejos de siempre porque no se encuentra ropa extra grande. Cuando en el curso salta una broma siempre es para el guatón, padre, a momentos hasta olvido mi nombre, estoy tan acostumbrado a ser el guatón, el chancho o el gordo que ni los profesores saben como me llamo, solo soy “el guatón Aguirre”; hasta Juan que es mi amigo me molesta por mis kilos y yo sólo puedo mirarlo y reírme, pero no es una risa sincera, a estas alturas es un reflejo, una respuesta natural a sus burlas.

Como le decía, dejé de mirar a las mujeres y me empeñé en observar los cuerpos de mis compañeros, unos más otros menos; eran hermosos, delgados, ágiles estructuras en movimiento que contrastaban con esta bola ávida de comida, siempre estacionada en algún rincón. En la televisión sintonizaba esos programas ridículos de jóvenes bailando con caras sexy, pero padre, yo no miraba los cuerpos semidesnudos de las niñas contorneándose libidinosas, sólo entraban por mi retina los muchachos de torso descubierto, con sus grandes y brillantes músculos.

- Hijo mío, aún no consigo entender.

- De tanto ver esos programas y espiar a Juan por las noches, me di cuenta con terror que no quería ser como ellos.

- ¿Finalmente te aceptaste como eres? Eso es bueno.

- No padre, yo quería tocarlos, sentir esos cuerpos duros entre mis manos, el verlos me excitaba; ver a Juan caminar desnudo por el cuarto me provocaba un deseo incontrolable de sentir sus labios pegados a los míos. Perdone que este llorando padre, lo que pasa es que ahora me doy cuenta que soy más desgraciado que hace un año atrás, me enamoré de Juan; de tanto querer ser como él, de tanto mirarlo terminé por enamorarme.

- Hijo mío, estás se…

- No siga, padre, yo no quiero penitencia ni consejo, sólo quería contárselo a alguien.


Anjèlica Dossetti C.